Daniela Mandriotti

Sentarme a escribir lo que tantas conté mientras el que escuchaba miraba con los ojos como platos, sin saber que decir, mirándome un poco con miedo, bastante con compasión, con interés, pero de lejos. Porque después de mucho tiempo entendí que para el común de los mortales, hablar de mi enfermedad, hablar de leucemia, hablar de cáncer, es hablar de muerte. Y a nadie le gusta la muerte. Mejor tenerla lejos.

Y aquí me encuentro escribiendo mi historia, esa parte de mi historia tan bisagra, tan antes y después, tan punto y aparte. Esas horas, días, meses, años, en lo que me fui un poco de mí y me miré desde arriba, como no siendo yo, para no morirme de miedo.

Pero ahora, de lejos, pero bien de frente, puedo ver el camino recorrido y puedo hacerlo palabras para que otros lo transformen en esperanza.

Corría el año 2008, mi hija Mora estaba por cumplir los 6 y mi hijo Dante, colgado de mi teta noche y día, aún no tenía 1 año. Recuerdo el cansancio feroz de esos últimos meses del año. Se acercaba el calor y yo repetía tarde tras tarde unos rigurosos 37,5 de fiebre. Febrícula decían los médicos y los no médicos, puerperio decían mi familia y amigos, estrés algunos y otros, hasta se aventuraron con el ataque de pánico. Pero la cosa es que con mis 47 kilos no podía con mi cuerpo. Recuerdo, un poco con culpa, y otro poco con dolor, que necesitaba que otro se ocupe de Dante, que sentía que no podía levantarlo. NO PODÍA.

Me fui de vacaciones, sortee varias noches de fiebre, asomó una extraña alergia al sol y volví un muy caluroso febrero a una por demás calurosa Buenos Aires.

Y así, un día que se hizo una semana entera, la fiebre subió y no bajó: 38, 39, 40, día y noche, y con el chico en la teta y la niña que no entendía mucho que pasaba. En la guardia, la primera a la que fue después de meses de médico a domicilio que recetaba reposo o antibióticos, me hicieron un hemograma, un hisopado, pen – oral y me mandaron a casa. Nada, la fiebre en alza, aparecieron las aftas en la boca y labios, ya no podía comer. Ahí Pepe, el papa de Dante, hoy mi compañero, empezó a cuidarme. Se dio cuenta.

Otro médico a domicilio, querían inyectar novalgina, una médica amiga que me dice «ese hemograma esta raro» y yo que ya no comía, no dormía, no nada.

O todo junto. Hasta que me fui a la guardia nuevamente. Llevé a Dante a lo de mi mamá, me saludó desde el cochecito, y yo recuerdo y lloro. Dejé a Mora en el Parque Lezama con sus amigas y las mamás de sus amigas que eran (y aun son) mis amigas, y con el ultimatum de ellas de «pedir que me internen porque estás gris», me fui con Pepe para la guardia. Y ahí, una chica, que se iluminó y a la que tampoco le gustó mi hemograma, que me deja recostada con un suero en un box y me dice que llamara a un hematólogo: tenés 50.000 plaquetas y eso no es buena señal.

No entendía nada, no me importaba nada, no tenía fuerzas ni ganas. Me iban a dejar internada: yo lo único que quería era dormir. No levantarme más. El cansancio era extremo. Le avisaron a mis viejos, a mis amigas, hablé con Mora, no pude hablar con Dante. Y allí me quedé hasta que me trasladaron a otro sanatorio porque allí no había camas.

Tres infecciones casi imparables, virus, forúnculos, y fiebre, mucha fiebre. La primer noche, la primer transfusión de mi vida, ese sabor a hierro en la boca, esa angustia, es impresión creciente, la cama, mis axilas, mi cabeza, todo lleno de hielos, antibióticos, prueba y error y un staff de médicos que me miraban sin saber qué hacer. Y llegó la punción, sin anestesia, sin sedación, con dolor, con mis uñas clavadas en alguna mano de no se quién que me sostenía. El dolor más profundo e intenso.

Mis amigos, mi familia, todos los que venían a verme, salían un rato y volvían con los ojos inyectados de lágrimas. Yo hacía de cuenta que no me daba cuenta. Casi ni preguntaba por Dante, cuando venía con Mora les garraba las manitos, les sonreía, pero no podía más. Nunca más literal.

Y así los días hasta que llegó el diagnóstico, varios médicos y mis viejos y una palabra hiriente, dura, trágica: leucemia. No lloré, solo pregunté que hay que hacer. Y ahí, en ese instante, supe que la clave estaba en no dejar de hacer. Entregarme, si, paciente, a lo que sea, pero pujar para que salga vida, empujar para adelante, sacar fuerzas de donde no hay. Qué hay que hacer? Esa pregunta, esa convicción dominó mis días, los que recuerdo y los que no.

Y allí, gracias al tesón de mis viejos, que no descansaron hasta saberme en buenas manos, llegué a Fundaleu, una noche de febrero, el 20 de febrero, el cumple de mi viejo. Llegué con 3 infecciones, virus, aftas, forúnculos, fiebre y miedo, mucho miedo.

Un diagnóstico terrible a cuestas, la palabra mágica que todo lo transformó en tristeza, dando vueltas en mi cabeza, los fantasmas de la quimio, las punciones, los pinchazos, el pelo que se cae, los dolores que ya no podía aguantar, todo eso llegó conmigo aquella noche a Fundaleu.

Y la recuerdo perfecto, médicos y enfermeras, mis viejos, Pepe, todos explicándome cuáles eran los pasos a seguir. Nueva punción -con sedación «acá no viniste a pasarla peor de lo que la estas pasando», me dijeron- y un protocolo intensísimo de antibióticos y quimio 24/7. Todos lo que sigue después lo sabemos: vómitos, dolor, llanto, «porque a mí», «no quiero ver a nadie», más llanto, aprender palabras nuevas -catéter, venas, quimio, eco, punción, médula, trasplante, blancos, plaquetas, neutropenia, fentanilo, pelada, barbijos, trombosis, hematocrito, nombres de enfermeros y enfermeras amorosos -Mercedes, Soledad, Susana, Patricia, Juan – nombres de médicos – Ana, Cecilia, Gonzalo, la gran Isolda, el imborrable e inolvidable Santiago, Juliana, Federico, Guillermina, Marisol, Martin, Dante, Pepe – , los incontables amigos que se quedaron noches y días, que se turnaban, que cuidaban a mis hijos, que me hablaban horas por teléfono para entretenerme. Aprendí muchas cosas, crecí, renací, de a poco, fui yo y fui otra nueva, mejor.

Pasó el primer y eterno mes y medio adentro. Con todas las complicaciones que se podían imaginar. Todas las cosas que podían suceder, sucedieron, pero de pronto, esos blancos arrancaron y salí. Pesaba mucho menos, tenía el pelo rapado – vino un peluquero con su máquina rasuradora a evitarme el momento de la caída de pelo a mechones, y lo hizo todo de golpe, estaba blanca, tenía ojeras, y un catéter hasta que ya no necesite transfundirme. Ese era el trato, y después chau catéter hasta nuevo aviso, hasta la próxima internación. Y ese día, desde la ventanilla del auto de mi papá por Las Heras, vi a la gente común en las paradas de colectivo y pensé «qué afortunados y no lo saben» «que dicha poder estar parados esperando el colectivo». Y sentí envidia.

Llegué a casa, bajé del coche y vi a Dante en brazos de mi adorada prima Mariela, que amorosamente se ocupó de mis hijos mientras no estuve. Mora se iluminó de alegría, Dante me miró con sus ojos de gato y me clavo su mirada más feroz. No sonrió. En las siguientes horas no se me acercó. Yo no podía alzarlo, no podía hacer fuerza, no tenía fuerzas. Una de las cosas más dolorosas por las que tuve que atravesar fue el proceso de quitarme la leche: yo estaba amamantando pero mi leche, el amor que le daba a mi hijo cada vez, se había convertido en veneno. Cuánto dolor!, pensaba en él, en que yo ya no tenía el olor del amor, y lloré, lloré gritando que quería morirme, que si Dante no me quería más, ya nada tenía sentido. Mi hija, hermosa, me abrazó fuerte. Me dio paz. Y acepté que el tiempo eso también lo iba a reparar. El vínculo con Dante,  que la enfermedad quebró, se iba a rearmar en el circulo de amor inquebrantable que formábamos Mora, Dante y yo. Y así fue.

Y así, me interné una vez más, y otra más, y los ciclos comenzaban y se terminaban, y ya no tenía pelo, y elegía lindos pañuelos, y salía, con el mínimo de fuerzas, a comerme el mundo.

Una tarde, en plena gripe A, corría el invierno del 2009, y mi fiebre no menguaba: me fui a la guardia de Fundaleu. En la sala de espera, con mi pañuelo verde y mi cuerpo endeble, se me puso a hablar una chica que era pura sonrisa, hablamos de los miedos, de mis hijos, de su deseo de tenerlos: ya los va s a tener, le dije. No la vi más. Hasta que mucho tiempo después nos encontramos y juntas conformamos una red de varias chicas fundaleu que nos abrigamos y nos sostenemos.

Así, la enfermedad se torna vida, nos une a otros, nos enseña, nos enfrenta de otro modo al día a día. Mientras estaba en mi segunda internación, Lourdes, la psicóloga -a la que eche varias veces- me dijo » planea a corto plazo». Y ahí mismo me puse a armar un viaje a Europa. El primer viaje de los muchos que emprendimos con mi brillante familia rodante. Me busqué mi zanahoria y fui a por ella.

Y llegó el trasplante, mi hermano precioso y generoso no compatible y el intento de un autotrasplante. Dolor, miedo, malestar, más dolor, drogas que no hacen efecto, morfina, dolor, llanto, las paltas en el árbol en la ventana de mi habitación, y una vez más salir, emerger de mis propias cenizas. Renacer.

Y prometerme que pase lo que pase, el último refugio es el miedo. El valor nace como una flor valiente en el pecho, materializada en ese aferrarnos a la vida.  A pesar de todo.

Gracias Fundaleu, gracias Isolda, Gracias al cielo, querido Santiago Pavlovsky.

Gracias a la vida, que me ha dado tanto.

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